lunes, 6 de diciembre de 2010

Tras 12 horas de clase...

Hace poco más de una semana, uno de esos sábados aciagos y entrañables, con el cielo nublado, la gente paseando por la calle y aprovechando el día libre para plantearse llevar a cabo las compras navideñas, me trajo durante un instante el recuerdo de aquellos días felices de la infancia. Entonces, el día frío, nublado y eterno se presentaba como una oportunidad fantástica, casi ilimitada, para disfrutar de juegos al calor de la lumbre, deseando detener el tiempo, con el olor de las castañas asándose en la chimenea. El hogareño olor a castañas de un día de otoño... el mismo olor que ahora también acompaña el breve descanso de un sábado en la academia.

“Hay que volver a clase, ya han pasado 10 minutos”, “¿Ya?”, exclamamos apurando el último sorbo de café en el que hemos puesto toda nuestra esperanza para aguantar hasta la hora de la comida sin dormirnos.

Y más clase, y buscar rápido un lugar donde comer, reir, olvidar y permitirnos el placer de quejarnos. Lástima que hayan tardado tanto en hacerse realidad los sábados eternos con los que todos soñábamos de niños. Y volver rápido, cinco horas de examen, otra hora de clase... y el fin.

Al salir, con la capacidad de pensamiento reducida a su mínima expresión, una se deja guiar tan sólo por la recesión a los recuerdos más primitivos. “Cuidado al cruzar la calle”, dice el subconsciente. Y se siente como nunca el instante presente. El frío en la cara, el bullicio en el exterior, el ruido, la gente, los coches, las luces navideñas de los escaparates que acompañan ese momento feliz.

Mientras me acomodo plácidamente en una butaca de cine, un spot publicitario crea el momento más hermoso y entrañable de mi día. He recordado por qué escogí este camino y el cansancio, sabe a menos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario